Ganas de subirme a un tren cualquiera que me lleve lejos, que me saque, que me transporte, si me es dispensable el pleonasmo.
A mí, la pasajera errante, la peregrina en sueños, la que viaja sobre renglones como rieles. Largas, rudas y soberanas paralelas que nunca se abrazan y están más allá del capricho y la vanidad de los andenes. Las vías pueden estar bien muertas y aún así retozar entre los yuyos y los desprevenidos caracolillos expatriados que las circundan.
Así, las líneas sobre las que uno instiga y oxigena su alma al escribir hacen su propio recorrido, nos llevan lejos, sin dónde, con nuestra pesada carga de preguntas recurrentes y respuestas consabidas.
El pasado es una cosa bien difícil de conjugar a medida que pasan los años.
Nací, me crié, como suele decirse aunque suene horrible, fatigué y viví mis primeros veinticuatro años en Villa España –todos de pie, por favor-, en el partido de Berazategui. (Sí, soy de ese sector de la provincia al que ahora se llama tan diligentemente y no sin antes persignarse “Sur del Conurbano Bonaerense”).
Crecí arrullada por el canto acompasado de los trenes y su nutrida batería de sonidos. Todo es un ruido si uno presta la debida atención. En tiempos de mi niñez tenía justamente eso, tiempo, que ahora mezquino y añoro. Todos los sentidos aceitados y expectantes cuando recién empezaba a soñar y me bebía el mundo como un vaso de Vascolet a las cinco de la tarde.
De modo que la melodía ferroviaria tiene varios matices: la bocina del tren partiendo y llegando, sobre todo esto último porque el sonido traía a mi viejo de la fábrica y el abrazo en cruz al ir a su encuentro es
uno de los recuerdos más bellos de mi infancia.
La señal, con su click-chac profético. “Fijate si hay señal”, solía decirse. “Ese no tiene señal, está atrasado”, se escuchaba al llegar a las vías.
El viento en los plátanos de los andenes. El chirriar de las ruedas. La campana en el andén a Plaza Constitución. Las piedras de la vía, que engrasaban los zapatitos de las niñas marchando paquete en mano hacia algún cumpleaños “del otro lado”.
Esas mismas piedras pero sobre los rieles: ¡y a esperar que el tren pasara y las hiciera polvo!. Era como una metralleta, duraba segundos y nos matábamos de risa al grito de “¡buenísimo!”. También poníamos tapitas de gaseosa, cuando todas eran de lata, y no faltaba el desubicado que pusiera un zapato o un sapo muerto. (Es cierto, vivo sería muy improbable, además de cruento).
El lento caminar del tren de carga, con su rodar monótono e interminable, coronado por un último vagón pintado de naranja que era todo lo que tenía de bueno y siempre estuve tentada de asaltar, aprovechando la lentitud de su marcha.
El silbato del guarda y su pregón cortito, nasal y seguro que según el destino del tren anunciaba: “¡vía Ranelagh parando en todas…!”; y el infaltable "¡Váamonooss!" , hoy ya extinguido.
Y por último, uno de los sonidos más lindos y más entrañables que nos sacaba corriendo de nuestras casas, impelidos, cada uno de los pibes y pibas de la cuadra exaltados al grito de “¡la zorra, la zorra!”.
¡Qué cosa más rara!, pienso ahora. Esos hombres que nos parecían rudos pero bonachones a la vez, que saludaban con su pañuelo engrasado y sus trajes de dudoso color azul. Era todo un misterio para nosotros, sobre todo el nombre, que no se sabía bien a qué se debía, ni preguntábamos ni nos explicaban. Era “la zorra”, un carro de madera bruta con una suerte de sube y baja en el medio para impulsarlo. Se la oía venir de lejos con su sirena, su chirriar y su misterio. Pasaba veloz ante nosotros y nos parecía un espectáculo encantador, en el sentido más primitivo de la palabra. No recuerdo cuando fue que dejé de correr a ver pasar la zorra, pero si escuchara ese sonido ahora mismo, saldría corriendo otra vez.
Así me llevan lejos estos rieles de la palabra, así sopesan y soportan mi tren de carga ahora que pasados mis treinta años todo me pesa un poco más.
La pasajera errante, la viajera perdida de Blomberg y Maciel, la de la valija en la mano sigue esperando, sigue escribiendo su espera, con la soledad de los andenes vacíos y con la esperanza de una bocina a lo lejos.
Para todo aquel que espera. Para todo aquel que cree e insiste. Para los que no se han rendido y soportan su carga estoicamente. Para todos los pueblos que han crecido al costados de las vías y sobre todo para el mío, Villa España adorada, vayan y vengan estos poemas que hablan sobre trenes. Les debo el mío propio, que ya vendrá cuando tenga señal, pero por ahora:
A mí, la pasajera errante, la peregrina en sueños, la que viaja sobre renglones como rieles. Largas, rudas y soberanas paralelas que nunca se abrazan y están más allá del capricho y la vanidad de los andenes. Las vías pueden estar bien muertas y aún así retozar entre los yuyos y los desprevenidos caracolillos expatriados que las circundan.
Así, las líneas sobre las que uno instiga y oxigena su alma al escribir hacen su propio recorrido, nos llevan lejos, sin dónde, con nuestra pesada carga de preguntas recurrentes y respuestas consabidas.
El pasado es una cosa bien difícil de conjugar a medida que pasan los años.
Nací, me crié, como suele decirse aunque suene horrible, fatigué y viví mis primeros veinticuatro años en Villa España –todos de pie, por favor-, en el partido de Berazategui. (Sí, soy de ese sector de la provincia al que ahora se llama tan diligentemente y no sin antes persignarse “Sur del Conurbano Bonaerense”).
Crecí arrullada por el canto acompasado de los trenes y su nutrida batería de sonidos. Todo es un ruido si uno presta la debida atención. En tiempos de mi niñez tenía justamente eso, tiempo, que ahora mezquino y añoro. Todos los sentidos aceitados y expectantes cuando recién empezaba a soñar y me bebía el mundo como un vaso de Vascolet a las cinco de la tarde.
De modo que la melodía ferroviaria tiene varios matices: la bocina del tren partiendo y llegando, sobre todo esto último porque el sonido traía a mi viejo de la fábrica y el abrazo en cruz al ir a su encuentro es

La señal, con su click-chac profético. “Fijate si hay señal”, solía decirse. “Ese no tiene señal, está atrasado”, se escuchaba al llegar a las vías.
El viento en los plátanos de los andenes. El chirriar de las ruedas. La campana en el andén a Plaza Constitución. Las piedras de la vía, que engrasaban los zapatitos de las niñas marchando paquete en mano hacia algún cumpleaños “del otro lado”.
Esas mismas piedras pero sobre los rieles: ¡y a esperar que el tren pasara y las hiciera polvo!. Era como una metralleta, duraba segundos y nos matábamos de risa al grito de “¡buenísimo!”. También poníamos tapitas de gaseosa, cuando todas eran de lata, y no faltaba el desubicado que pusiera un zapato o un sapo muerto. (Es cierto, vivo sería muy improbable, además de cruento).
El lento caminar del tren de carga, con su rodar monótono e interminable, coronado por un último vagón pintado de naranja que era todo lo que tenía de bueno y siempre estuve tentada de asaltar, aprovechando la lentitud de su marcha.
El silbato del guarda y su pregón cortito, nasal y seguro que según el destino del tren anunciaba: “¡vía Ranelagh parando en todas…!”; y el infaltable "¡Váamonooss!" , hoy ya extinguido.
Y por último, uno de los sonidos más lindos y más entrañables que nos sacaba corriendo de nuestras casas, impelidos, cada uno de los pibes y pibas de la cuadra exaltados al grito de “¡la zorra, la zorra!”.
¡Qué cosa más rara!, pienso ahora. Esos hombres que nos parecían rudos pero bonachones a la vez, que saludaban con su pañuelo engrasado y sus trajes de dudoso color azul. Era todo un misterio para nosotros, sobre todo el nombre, que no se sabía bien a qué se debía, ni preguntábamos ni nos explicaban. Era “la zorra”, un carro de madera bruta con una suerte de sube y baja en el medio para impulsarlo. Se la oía venir de lejos con su sirena, su chirriar y su misterio. Pasaba veloz ante nosotros y nos parecía un espectáculo encantador, en el sentido más primitivo de la palabra. No recuerdo cuando fue que dejé de correr a ver pasar la zorra, pero si escuchara ese sonido ahora mismo, saldría corriendo otra vez.
Así me llevan lejos estos rieles de la palabra, así sopesan y soportan mi tren de carga ahora que pasados mis treinta años todo me pesa un poco más.
La pasajera errante, la viajera perdida de Blomberg y Maciel, la de la valija en la mano sigue esperando, sigue escribiendo su espera, con la soledad de los andenes vacíos y con la esperanza de una bocina a lo lejos.
Para todo aquel que espera. Para todo aquel que cree e insiste. Para los que no se han rendido y soportan su carga estoicamente. Para todos los pueblos que han crecido al costados de las vías y sobre todo para el mío, Villa España adorada, vayan y vengan estos poemas que hablan sobre trenes. Les debo el mío propio, que ya vendrá cuando tenga señal, pero por ahora:
Bienvenidos al tren…
MAESTRANZAS DE NOCHE

Hierro negro que duerme, fierro negro que gime
por cada poro un grito de desconsolación.
Las cenizas ardidas sobre la tierra triste,
Las cenizas ardidas sobre la tierra triste,
los caldos en que el bronce derritió su dolor.
¿Aves de qué lejano país desventurado
¿Aves de qué lejano país desventurado
graznaron en la noche dolorosa y sin fin?
Y el grito se me crispa como un nervio enroscado
Y el grito se me crispa como un nervio enroscado
o como la cuerda rota de un violín.
Cada máquina tiene una pupila abierta
Cada máquina tiene una pupila abierta
para mirarme a mí.
En las paredes cuelgan las interrogaciones,
En las paredes cuelgan las interrogaciones,
florece en las bigornias el alma de los bronces
y hay un temblor de pasos en los cuartos desiertos.
Y entre la noche negra —desesperadas—- corren
Y entre la noche negra —desesperadas—- corren
y sollozan las almas de los obreros muertos.
de Pablo Neruda
LA OTRA ESPERA
(Estación de trenes de La Quiaca )
Tienen la misma calma de los trenes
Tienen la misma calma de los trenes
que llegan, varias veces por semana,
tras el olor de la carnada humana
que los espera, quieta, en los andenes.
Llevan muy poco, y sus escasos bienes
Llevan muy poco, y sus escasos bienes
caben en las mantas rústicas de lana
que cargan en sus hombros sin mañana
en tanto que el ayer ronda sus sienes.
Sentados contra un muro de ladrillo
Sentados contra un muro de ladrillo
parecen una réplica sin brillo
de antiguos dioses muertos y herrumbrados,
porque también se oxidan en la espera,
mientras los va cubriendo desde afuera
un polvo de recuerdos ya olvidados.
de Pablo Miquet
TREN FANTASMA

Al final de la barra apareciste
como un tren fantasma
que mueve campanillas.
Tu cara aún tenía
el susto del viajero
que, en vagón de madera,
siente los escobazos,
el hilo dela muerte,
la calabaza hueca.
Querías compañía para entrar en el túnel.
No te la di, no puedo.
Querías compañía para entrar en el túnel.
No te la di, no puedo.
He de ocupar mi sitio
detrás de las cortinas,
para seguir aullando
y mordiendo a los niños.
de Vicente Molina Fox
TRENES EN LA NOCHE
Imagina dos trenes,
rodando en la alta noche,
que se cruzan de golpe,
camino cada cual de su destino.
En cualquier parte,
En cualquier parte,
en medio de un empalme en ningún sitio,
por vías oxidadas, los vagones,
de pronto, se detienen.
Miras por el cristal y allí,
Miras por el cristal y allí,
en lo negro,
se ilumina una cara justo enfrente.
De momento has pensado que es la tuya
De momento has pensado que es la tuya
reflejando tu insomnio y tu cansancio.
Es una sensación. Dura un instante.
Te fijas con cuidado en la ventana
Te fijas con cuidado en la ventana
y el rostro que se enciende al otro lado
es, sin duda, de otro.
De una oscura mujer, para más señas.
Es hermosa, te dices, mientras miras
sus ojos en los tuyos duplicados.
La escena es momentánea.
La escena es momentánea.
Tras un ruido metálico
y muy seco, el movimiento
empieza a separaros para siempre.
Ninguno de los dos hacéis ya nada
Ninguno de los dos hacéis ya nada
que impida lo que es inevitable.
Con el ruido del tren y el traqueteo
Con el ruido del tren y el traqueteo
supones que pensabais en lo mismo:
que fue un vano espejismo,
que fue un sueño.
de Álvaro Valverde
Las últimas dos fotos pertenecen al sitio Crónica Ferroviaria.
Todavía recuerdo compartir las tardes y vaciarnos un yogur "la vascongada" (su envase de vidrio era retornable??). Supongo que recordar con cierta nostalgia aquella nuestra infancia, es un claro signo de adultez!! Dios!! Pasan los años y felíz estoy por lo vivido, pero ya mayorcita...jajaja
ResponderEliminarLaura