18.12.23

No es sexo


Una que la va de poetisa, que viene enredándose con las palabras desde que aprendió a descifrarlas y capturarlas en cuadernitos. Una que cepilla las frases antes de ponérselas y fatiga en la memoria raída pedazos de textos aprendidos, subrayados en la mente espesa de libros de adolescencia. Una, digo, que despunta el vicio de la palabrería que eleva, de pronto no encuentra vocablos para definir el arquetipo sexual que alcanzamos juntos, mi amado amante y yo.

No tenemos sexo ni hacemos el amor. Ni la glotonería mundana ni la melaza novelesca. Ni el mete-saca ni Corín Tellado. No puede llamarse sólo sexo, es algo más abismal. Ni puede ser sólo amor, manoseado como está ese juramento. Quizás podría inventarse un arcaísmo que uniera sexo y amor, pero no haría más que empastar la descripción de algo que es por lejos, indescriptible.

Imaginemos, entonces, una situación amatoria tal en la que dos cuerpos se fusionan al punto de transformarse en uno solo e inmediatamente acceden a una suerte de universo paralelo. El acceso es húmedo y suave, se siente natural y al atravesarlo los amantes se miran y se encuentran una vez más, unidos desde sus caderas como bestias mitológicas presas de un temblor galvánico que los estremece orgásmicamente.

Vislumbremos, por ejemplo, la posibilidad de escindirse, de bifurcarse en tres o cuatro partes al momento del éxtasis. Como si el torso se desdoblara hacia un lado y uno fuera quien es y simultáneamente ocupara otros cuerpos, otros escenarios, otras vidas. Esto me sucede frecuentemente a mí.

Ahora hablemos de los colores. ¿Cómo es posible que aun cerrando los ojos, apretando los párpados de placer, podamos ver intensos azules, estentóreos rosados, al mismo tiempo? Yo veo sus colores y él ve los míos. Abrimos los ojos y nos comentamos y describimos las formas y contornos de esas auras coloridas y poderosas.

Mi amado padece discromatopsia, es decir, percibe los colores en forma alterada. Sin embargo, cada vez que alcanza el goce en convulsión retrógrada, cima del sexo tántrico que supe transmitirle con amor, puede ver los colores que lo desbordan de placer con absoluta nitidez. Y lo mágico, lo misterioso, lo fuera de este mundo es que yo los veo al mismo tiempo.

Es como si nuestras energías se fusionaran para pigmentarnos los cuerpos extasiados, agradecidos, amados y satisfechos. La plenitud es total y es entonces cuando el amante exhala: “No. Esto no es sexo. Esto es otra cosa…”

Aún intento ponerle palabras. Nuestro encuentro arrastra emociones lejanas y casi perdidas, hurgando en el estricto ayer, entibiándolo. Con qué verbos de este mundo narrar entonces la colisión de cuerpos y almas que supone nuestro acto de amar. Tiene lo agridulce del último abrazo, la dicha absurda del primer beso de amor, la sombra de una voz añorada, el contento luminoso de la mañana de Reyes.

Un aleph sexual inefable, inasible, excepcional, infinito. En el que nos nombramos y también somos nombrados, creadores y creados, dioses y humanos, galopando la cinta de moebius por la que resbalamos hambrientos de pasión, riéndonos del destino, echándole carcajadas a la muerte.

Tan escorpianos. Tan venusinos. Amantes generosos y solícitos. Tan amados.

V.M. (c) copyritgh

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